Antes no solía hacerlo muy a menudo pero ahora, debido a la mudanza y a la nueva posición geográfica, geopolítica y estratégica, me veo en la obligación de coger el metro 5 o 6 días a la semana como mínimo y, aunque suene raro, esto no es algo que me disguste en demasía. Siempre me ha fascinado el metro: es rápido, te lleva prácticamente a todos los lugares que uno pueda pensar de una ciudad, es ecológico y no muy caro y, gracias a él, tienes noticias de estrenos de películas, obras de teatro, disquetes, conciertos y un montón de publicidad absurda, lo cual nunca viene mal. Cierto es que asimismo tiene algún que otro inconveniente como son el abarrotamiento bestial que se forma en hora punta (y sus obvios e inevitables hedores, empujonesy agobios), el hecho de que vaya por debajo de la tierra y no se pueda ver por dónde andas, los transbordos kilométricos y sin sentido de algunas estaciones... Sin embargo, por lo general, puedo afirmar sin titubeo alguno que me gusta viajar en él.
Hay varias cosas que me resultan curiosas de mis viajes por el subterráneo. Una de ellas es la siguiente, la cual, seguramente, es en la que más me paro a pensar y, curiosamente también, lo último que me sucede antes de salir de él. Vale que es una situación que se puede dar en muchos otros sitios y emplazamientos (o quizá no en tantos) pero, ya que es allí donde me veo cara a cara con ella pues la ambiento y contextualizo en el susodicho.
Se trata del «fenómeno de las puertas del metro». No me refiero a las puertas de los vagones sino a las que dan a la calle, por las que entra y sale la marabunta. Pues bien, ocurre que nunca jamás en la vida sales solo del metro, siempre te sigue una señora mayor, algún jovenzuelo con cascos grandotes, algún señor trajeado o los tres a un mismo tiempo. La cuestión es la siguiente: ¿sujetas o no sujetas la puerta? La pregunta puede parecer sencilla (estúpida inlcuso) en un principio. Lo más lógico, cortés y valiente sería sujetarle la puerta a la persona que te sigue (y te persigue). No obstante, la cosas nunca son tan fáciles pues existen 2.000 factores que convierten esta acción es un fenónemo enrevesado, intrincado y peliagudo. ¿Qué pasa si la persona está demasiado alejada de ti? ¿Y si está muy cerca? ¿Y si hay ordas de gente histérica que quiere huir de las profundidades de la tierra?
Nada más lejos de la sencillez o estupidez se encuentran estos interrogantes. En ocasiones ocurre que la persona a la que le sujetas la puerta se encuentra aún lejos de ti. ¿Consecuencia? Hacemos correr a esa persona sin necesidad alguna. Sí, es cierto, te dan las gracias y sonríen amablemente pero, ¿tenían estos sujetos alguna prisa? Si la hubieran tenido, lo más lógico sería que hubieran ido apresurados y no caminando tranquilamente, pensando en su mundo y en sus cosas, tal y como iban haciendo. Otras veces ocurre justo lo contrario y nos vemos en la coyuntura de ver que ese mismo individuo va casi pegado a nosotros. ¿Qué sucede entonces? Si sujetamos la puerta es muy probable que prácticamente colisionemos con el susodicho o redicha que nos acecha. Asimismo puede ocurrir que se moleste por hacerle frenar y reducir la marcha, haciéndole perder su valioso y dorado tiempo. Y, como es lógico, estas situaciones y ocasiones resultan, cuanto menos, de lo más embarazosas.
¿Y qué pasa cuando el gentío viene hacia ti? Muchas veces, sobre todo en las ya mencionadas horas punteras, hay cientos y cientos de personas que se agolpan y apachurran con la intención de salir a la superficie y abandonar de una vez por todas el subsuelo. Pues bien, supongamos que tú sujetas la puerta y entones empiezan a salir todos estos tipos y tipas, usuarios del metropolitano. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete... No cabe ninguna duda de que estamos haciendo lo correcto pero, ¿cuándo hemos de parar y por qué las dos primeras personas sí merecen nuestra amabilidad y la tercera o la cuarta no? Empezamos a sufrir una profunda crisis existencial, en nuestro cerebro se producen cortocircuitos a porrillo y uno no sabe ya muy bien qué hacer y qué no hacer, qué decir y qué callar hasta que, con cara de circunstancia (y lástima, lo más probable), dejas de sujetar la puerta mirando tu semejante al que, nunca mejor dicho, le has dado con la puerta en las narices y has puesto pies en polvorosa. Te engañas a ti mismo mientras te alejas diciéndote que aquello era inevitable, que no se podía hacer ya nada por salvar la situación y que, aún sin quererlo, teníamos que seguir con nuestra vida.
A modo de conclusión filosófica y moralizante podemos decir que, al fin y a la postre y a pesar de todo, sujetar la puerta a las personas que tenemos detrás es lo correcto, lo que hay que hacer, sean cuales sean las consecuencias de este (amable y desinteresado) acto. Así seréis recompensados, bien sea con una sonrisa y un «gracias» , con un bufido y un «aparta» o con una mirada melancólica de alguien que se pregunta por qué tuvo que ser ella la elegida y no la siguiente. Unos pocos (o muchos) instantes que constituyen, sin demasiado esfuerzo, la pequeña obra del día. Abramos puertas y ampliemos horizontes que nunca está demás echar una mano al prójimo sin esperar nada de nada a cambio.